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Textos

Aquí acopio textos que fui escribiendo para diferentes ocasiones. La mayoría fueron publicados, aunque con algunas diferencias. Acá están en la mejor versión de los mismos. 

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El consumo es una droga

Pablo Bianchi

Este es la "columna de opinión" que escribí para la nota que, con edición y texto de Esteban Magnani, se publicó en el número de abril de 2014 de la revista Caras y Caretas. Pueden ver la nota completa (que además incluye una entrevista a Walter Pengue, especialista en economía ecológica) aquí. El texto de abajo es el mismo que está en la revista, con algunos links más que suman a que la idea se entienda mejor (cosa que el papel todavía te impide).


Hay cosas que no se discuten. Hace un par de siglos el rey era hijo del anterior y todos creían que siempre sería así. Pero, repentinamente, el hambre entre otras cosas, trajo la Revolución Francesa. Algo similar ocurre hoy con el modo de producción capitalista que se promete eterno y tan inevitable como la ley de gravedad. Podríamos decir, parafraseando al filósofo esloveno Slavoj Zizek, que la lógica del capitalismo está tan internalizada en nuestra cultura que podemos imaginar una hecatombe ecológica global, pero no una alternativa superadora del sistema económico imperante. Por eso, hay preguntas que no nos hacemos. ¿Por qué hay salarios mínimos, pero no máximos? ¿Por qué algunos delitos contra la propiedad tienen las mismas penas que ciertos homicidios? ¿Por qué el hambre es moneda corriente cuando potencialmente existen alimentos para satisfacer las necesidades de todos?

En esta confusión, la cuestión ambiental ha puesto en crisis este dogma, sacando de las sombras algunas de sus oscuras paradojas. Especialmente la central, aquella que se esconde bajo la creencia de que la economía, basada en la lógica de consumo, debe crecer a perpetuidad. Pero desgraciadamente, no es posible el crecimiento ininterrumpido en un sistema cerrado. Y la Tierra lo es. Por ende, la idea del desarrollo o crecimiento sustentable es casi un oxímoron.

Ilustración de Jung!

Ilustración de Jung!

Para los individuos, quedar afuera del festival del consumo es caer junto a los marginados, los pobres, los desclasados. De hecho, salir de la indignidad de la pobreza implica ingresar en la órbita del consumo. En ella, se desplazan los objetos. Autos, teléfonos celulares, gatos de la suerte a pilas que mueven rítmicamente su brazo plástico y vinchas de Violetta se confunden en el maremágnum de cosas que nos rodean. Vivimos en un ecosistema objetual donde parecemos ser nosotros la única naturaleza al alcance de la vista. Sin embargo, no deberíamos olvidar que los objetos, paradójicamente, nos hacen humanos. Cuando el primate comprende que el palo puede transformarse en herramienta se abre un camino que termina (por ahora) en el tomógrafo, las prótesis biónicas y el Voyager saliendo del sistema solar.

Ingresar en ese ecosistema de bienestar tiene su lado oscuro: el confort es una droga que genera una adicción de la cual no hay desintoxicación posible. Pero además, esta dependencia tiene un costo colectivo que nosotros, los favorecidos que tenemos más de un par de zapatos y agua caliente, nunca pagamos: el de la desigualdad. Por cada app que yo bajo de internet para mi smartphone hay un ser humano que trabaja en condiciones miserables en una mina de coltán. Como si un doppelgänger desangelado pagara por los excesos de mi vida repleta de cosas.

Los objetos no son sólo lo que vemos. Incorporan en sí mismos deudas sociales, pero también ambientales. Un ejemplo de esos consumos virtuales ocultos es el de la huella hídrica: para producir cada kilo del aluminio con que está fabricada la carcasa de la computadora con la que escribo, fueron necesarios aproximadamente 100 mil litros de agua. Estos costos ambientales se magnifican cuando percibimos que muchos productos duran poco tiempo, reduciendo la eficiencia de su ciclo de vida. Por caso, el tiempo de uso promedio de un teléfono celular en EE.UU. es de sólo 18 meses. La obsolescencia programada nos obliga a desechar cosas que deberían ser útiles durante mucho tiempo más. Y, por supuesto, muchos recursos se dilapidan produciendo objetos tan ajenos al bien común como un avión privado o un palo de golf con diamantes incrustados. En el cercano futuro de la escasez de recursos, decidir qué producir o qué dejar de producir será central. Cada uno de los nuevos objetos que llegue al mundo deberá ser realmente necesario. Y también eficiente, durable, reparable, construido con componentes que puedan ser refuncionalizados. Serán productos de los cuales nos apropiemos a partir de valorarlos culturalmente. Los objetos, pensados entonces para mejorar la vida de la gente y no sólo en función del lucro continuarán acompañándonos en la búsqueda de un mundo más humano, ahora para todos. 

Dante Tisi o el refinamiento de lo invisible

Pablo Bianchi

Esta nota (editada por Florencia Medina, con fotos de Javier Rojas) se publicó en el tercer especial de Plot sobre Detalles Constructivos (aunque me gusta más el subtítulo de esta serie: "Mapa tecnológico inconcluso"). El texto cuenta el extraordinario caso de DAMTSA, la empresa que, desde Tristán Suarez, fabrica componentes metálicos para obras de Rem Koolhass, Rafael Viñoly o Renzo Piano. ¡Sí! Desde Tristán Suarez, provincia de Buenos Aires, Argentina...

Consumo: los autos nos están pisando y no nos damos cuenta

Pablo Bianchi

El problema de la "sustentabilidad" es muy complejo. Pero tal vez pueda ser explicado con una sola palabra: consumo. Los extravagantes niveles de consumo con los que las economías del sistema capitalista nos seducen son insostenibles y ocultan una brutal desigualdad. Y el auto es, en varios sentidos, un reflejo de esto.

De estas (y algunas otras) reflexiones post asado dominguero con Esteban Magnani surge este texto, cuya publicación original, en El Puercoespin, está acá


¿Quién detiene una fiesta avisando que mañana cundirá la resaca mientras la gente baila y queda alcohol en la heladera? El aguafiestas que lo haga sufrirá el escarnio público, pero difícilmente logre su objetivo. Algo así es lo que ocurre en la fiesta de consumo que vive una parte del planeta y que, en el mejor de los casos, invita al resto a sumarse. La resaca llegará, inevitablemente, pero mientras tanto… ¡bailemos!

Probablemente la principal dificultad para detener la fiesta es que buena parte de las consecuencias de nuestro accionar está oculta bajo capas y capas de conductas cotidianas, ritos culturales que transforman situaciones tan obvias e incuestionables como la salida del sol. Veamos algunas.

La misma agua que bebemos y que cuesta enormes cantidades de energía potabilizar, se usa para transportar nuestras heces por las cloacas. Ponemos aires acondicionados que, según las leyes de la termodinámica, generan más calor que frío; claro, el frío para adentro y el calor para afuera, lo que aumenta aún más la temperatura en la urbe, por lo que necesitamos más aire acondicionado por lo que… Eso sin contar las centrales termoeléctricas que le dan la energía a los aires acondicionados y los viajes que debemos hacer para descansar de este infierno de cemento. ¿Cómo vivían los veranos nuestros abuelos? ¿Las patas en la palangana? Pero por favor, si un aire acondicionado es taaaaan barato y hoy en día hay que ser muy ratón para no tener uno. Además solo vamos a usarlo un par de días por año….

Pero en materia de ineficiencias aceptadas por el sentido común burgués moderno, sin duda el podio es para el automóvil. Es que, aunque ya nadie lo note, se moviliza cerca de una tonelada de hierro para transportar, como mucho, un par de cientos de kilos de carne humana viva. Esta insólita y brutal ineficiencia es la base de una de las bromas más macabras del desarrollo tecnológico. Los autos son una pésima idea si el objetivo es transportar gente. Para colmo esa pésima idea está en cada rincón del planeta. Solo se los puede explicar en un contexto histórico particular y con una visión acerca de lo que es razonable retorcida por años de capitalismo.

Los primeros autos se produjeron a fines del siglo XIX. La mecánica prometía por entonces llevar a la humanidad hasta el paraíso tecnológico en el cual todo esfuerzo humano sería prescindible. Como utopía era por demás deseable: la historia de la humanidad (al menos de la inmensa mayoría) es la del esfuerzo físico, el frío, las distancias, el trabajo de muy poca productividad que apenas permite la supervivencia. Las máquinas, su potencia, su incapacidad para conocer el cansancio acunarían a la humanidad para permitirle, finalmente, descansar como especie. Lo que no sabían quienes creían en esa utopía es que la factura se acumulaba en algún lado y que la satisfacción nunca llega. Pese a la brutal incorrección política que conlleva, la calidad de vida de una persona en una villa, por el solo hecho de tener una canilla con agua potable, ya es superior a la de la inmensa mayoría de las personas que habitaron este planeta. Ya decía Marx: la satisfacción de necesidades genera nuevas necesidades y la sociedad moderna se ha vuelto profesional en la materia.

La otra cuestión necesaria para que los autos se hicieran realidad se explica por la potencia del petróleo que, procesado, permite combustibles de un poder extraordinario: un par de litros pueden mover toneladas por kilómetros. Nada se compara a esta eficiencia. Si viéramos que una vecina lleva todos los días una carretilla de hierro para cargar un par de kilos de tomates la daríamos por loca. Pero, vale la pena repetirlo, cuando alguien mueve una tonelada de hierro para transportarse nos parece normal. Para peor, el combustible que se usa es producto de millones de años de un arduo proceso químico que permitió condensar toneladas de materia orgánica en energía hiperconcentrada. En un par de generaciones terminaremos con él.

Pero qué bien se vive mientras tanto.

La glotonería por el petróleo es una de las taras centrales de los autos. Por un lado está el problema medioambiental de liberar ingentes cantidades de carbono a la atmósfera, donde se une al oxígeno para formar CO2 con resultados conocidos. Por el otro, que la humanidad parece ciega a la evidencia de que está agotando la forma más eficiente de energía con la que cuenta para que los humanos paseen (repetimos) su tonelada de hierro (eso si no están en un embotellamiento, momento en el que la estupidez de la especie se expresa en toda su plenitud, sobre todo cuando se ensanchan autopistas para que sea más la gente que se embotella al mismo tiempo). Para colmo, las ciudades están diseñadas para los autos. En urbes como París, Nueva York o San Pablo, cerca del 25% de su superficie está destinada a ellos, con sus kilómetros de asfalto que se arrojan sobre la calidad de vida urbana sólo para que la gente mantenga una actividad que resulta demencial.

Y si queremos seguir con la listita de la irracionalidad automotriz es necesario citar que los accidentes de tránsito son la primera causa mundial de muerte entre jóvenes de 15 a 29 años. La potencia del petróleo es enorme,  y podría seguramente utilizarse para tareas más nobles. Pero no es para eso para lo que se la usa.

Hay quienes argumentan que los autos son cada vez más eficientes en su relación combustible/km. recorrido, y los híbridos ganan cada vez más espacio en el mercado. Por ejemplo, la casi totalidad de fabricantes de autos coincide sospechosamente en que el futuro de la movilidad humana pasa por vehículos equipados por motores que reduzcan el consumo de combustibles fósiles, no por las bicicletas o los trenes. Sin embargo, no se menciona una paradoja central: que la producción misma de autos genera una huella de carbono de una magnitud similar a la que provendrá de su caño de escape. Hoy día, un auto es la complejísima interacción de múltiples sistemas, muchos de ellos destinados al confort de, habitualmente, un único pasajero. El índice de ocupantes de autos que ingresan a Buenos Aires por autopistas es 1,3. Y ese auto es mucho más que cuatro ruedas y un motor: un auto moderno tiene, literalmente, decenas de miles de piezas, un par de cientos de metros de cables, y decenas de motores eléctricos, sensores y circuitos electrónicos, destinados a funciones tan superfluas como calefaccionar los asientos o encender automáticamente el limpiaparabrisas cuando comienza a llover. Por ende, cuanto más caro, grande y complejo es el coche, más ineficiente resulta en términos ambientales, especialmente por el costo ecológico de su producción.

La tecnología nos provee de esa droga poderosa para la que no hay desintoxicación posible: el confort. Una vez que probamos, por ejemplo, la dirección asistida o el cierre centralizado de nuestros autos, sentimos que no podemos vivir sin ellos. Y no hay vuelta atrás. Por ello el problema de la sustentabilidad es, en ocasiones como esta, una batalla cultural que nos obliga a entender estas otras implicancias ocultas en los productos que consumimos. Es decir: es una batalla perdida, aunque con un poco de voluntarismo podemos creer que algunos intentos aislados del primer mundo (sí, el que más contamina) pueden servir para detener el proceso.

Esta diatriba resulta, sin duda, exótica, una de esas culpas irresolubles que los progresistas nos autoinfligimos. Los autos son el sueño de buena parte de la sociedad. Son, posiblemente, uno de los objetos más valorados como fuente de estatus y también de comodidad. Son parte de la vida cotidiana, de las obviedades que ya ni se perciben, como los camellos en el Corán de los que habla Borges. Suponer que en el mediano plazo dejarán de existir es de un voluntarismo ecológico irracional. Para que su ineficiencia pueda visualizarse realmente en toda su magnitud sería necesario un cambio de paradigma económico, social y político muy profundo. Sería necesario que la gente pudiera percibir que no es lo más natural del mundo transportarse a cientos de kilómetros para sumar experiencias subjetivas durante las vacaciones. A lo largo de casi toda la historia de la humanidad, la inmensa mayoría de las personas se movía en un radio de unos pocos kilómetros. Ni hablar del hombre primitivo que necesitó generaciones y miles de años para llegar a todos los continentes. Más cerca en el tiempo, únicamente soldados, comerciantes, marineros y pocos más pudieron conocer algo allende los alrededores de su lugar de nacimiento. Sin embargo, un mundo en el que el desplazamiento sea limitado a lo que podemos conseguir por medio de la tracción a sangre, nos daría claustrofobia.

En un libro llamado “Cómo los ricos destruyen el planeta”, su autor, el periodista francés Herve Kempf plantea la razonable hipótesis de que el sobreconsumo (en ocasiones escandaloso) de aquellos más favorecidos genera un impacto negativo sobre el medioambiente del que no se responsabilizan. En el caso de los autos, eso está claro: un señor conduciendo en soledad su 4×4 comete un atentado ambiental. Pero la responsabilidad de los ricos se amplía al campo cultural: citando al economista Thorstein Vleben y su “Teoría de la clase ociosa”, Kempf sugiere que la conducta de despilfarro de las clases pudientes genera un intento de emulación por parte de las clases más bajas, impulsando así el consumo en esta. Ya Marx lo decía hace tiempo. Ser pobre es mucho más ecológico, aún si se cocina con bosta de vaca o se queman bosques nativos para plantar porotos, pero nadie quiere serlo. El capitalismo se ha quedado con nuestro deseo y, a través de él, con nuestra energía cotidiana.

Y aquí surge una nueva paradoja: si acordamos en que uno de los cambios sociales más alentadores de las últimas décadas es el ascenso social de amplias masas de desposeídos de China, Brasil o la India, que comienzan a engrosar las clases medias de esos países, ¿qué pasará cuando cada una de estas familias quiera acceder a su primer auto? ¿Por qué impedirles a ellos gozar de una insignificante parte de aquello que los ricos vienen haciendo desde hace siglos? ¿Vamos a transferirle la responsabilidad? La situación recuerda a los europeos cuando critican a los brasileños que queman el Amazonas para alimentarse, ajenos a que se fumaron todos los bosques de su continente para desarrollarse.

Y el día que los chinos comiencen a usar pañales descartables, el fin del mundo estará al alcance de la mano.

En 1996, William Rees y Mathis Wackernagel publican su hoy clásico “Nuestra huella ecológica: reduciendo el impacto sobre la Tierra”. La Huella Ecológica es allí definida como el “área de tierra y agua necesaria para mantener indefinidamente el estándar de vida material de una determinada población humana, utilizando la tecnología predominante” medida en hectáreas por habitante. Lo interesante de este concepto es que vincula los recursos disponibles a las posibilidades de desarrollo humano. Por ende, si todo el planeta consumiera como EE.UU., primero en el podio por lejos, serían necesarios 5 planetas como la Tierra para satisfacer esa voracidad por los recursos. Por eso, la idea de un desarrollo que permitiera a todos ser tan ricos como las sociedades del primer mundo es inviable, a menos que se logre clonar la Tierra un par de veces.

Es natural pensar que, dentro del capitalismo, una economía que no crece se encuentra en problemas. Sin embargo, es otra creencia ilógica creer que un auto es el mejor medio de transporte que pudimos crear. No puede haber crecimiento perpetuo en un sistema cerrado. Y la Tierra lo es. Por lo tanto, tal vez la respuesta pasa por buscar alternativas al capitalismo, descripto alguna vez como “una bicicleta que avanza hacia el precipicio: si se detiene se cae, si avanza se desploma”. Nadie se anima a decirlo, salvo el Pepe Mujica al que tan buena prensa hacen los medios por ser pobre y bueno, pero inofensivo. Tal vez sea la hora de aceptar que nos hemos malacostumbrado y que estamos dispuestos a derrochar el planeta en un puñado de generaciones– y que los que vengan detrás paguen la cuenta. Es muy difícil parar la fiesta cuando el champagne, o el petróleo, corre sin costos visibles.


Esteban Magnani es periodista y profesor de la Universidad de Buenos Aires. Es autor de “El cambio silencioso” (elcambiosilencioso.com.ar), varios libros sobre ciencia y la novela “Desde la revolución” (bajo licencia libre). Colabora en el diario Página/12 y otros medios de la Argentina. Actualmente es el columnista de tecnología de Visión 7, el noticiero de TV Pública. No tiene auto, pero a veces maneja el de su padre.

Pablo Bianchi es Diseñador industrial y profesor en la UBA y en la Universidad Nacional de Misiones. Ha dictado conferencias, workshops y publicado textos para diversas instituciones. Ha sido curador de, entre otras, la muestra del concurso Innovar, organizado por el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, del cual es evaluador. Productos suyos han sido publicados y expuestos en el país y en el exterior y forman parte de la colección permanente del MAMBA. Tiene un auto, pero chiquito.

Colaboró eficientemente la Lic. Eleonora Fernández.

 

Valentine

Pablo Bianchi

Esta semana, la revista DNI publicó, en su número 21, un texto que escribí sobre la máquina de escribir Valentine de Ettore Sottsass. Acá está el artículo. 


Tengo una Valentine. No es que la haya heredado, ni que me la haya agenciado en mi adolescencia para pasar a máquina letras malamente traducidas de canciones de Brian Eno. No. La compré. La semana pasada.

Qué alguien pueda gastarse algunos cientos de pesos en una vieja máquina de escribir, cuya utilidad hoy día es nula, podría explicarse por el amor hacia ciertos objetos que algunos diseñadores industriales solemos tener. O por cierta tendencia al coleccionismo que, en mí, tal vez derive de mayor en un caso agudo de síndrome de Diógenes. Pero quizás haya una explicación mejor. Para encontrarla, tenemos primero que entender qué significa la Valentine. Hagamos entonces un poco de historia.

Esta es mi Valentine, comprada en una librería del centro. Esta es la foto que, recortada y sobre fondo negro, está en la revista.

La Valentine es una máquina de escribir portátil, diseñada por Ettore Sottsass  con la colaboración de Perry A. King para la empresa italiana Olivetti. Su fabricación comenzó en 1969. Si bien inicialmente no fue un éxito arrasador de ventas (aunque fue un “longseller”, ya que las unidades finales salieron al mercado en 2001) enseguida ciertos círculos vieron una señal del futuro en su carcasa plástica de ABS rojo (aunque también se fabricó en gris, azul y verde), y, en 1971 ya formaba parte de la colección permanente del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA).

Ese uso desinhibido del color era la prueba más inmediata de las ideas que estaban detrás del producto, y del cerebro desde donde esas ideas brotaban. Sottsass entendió, probablemente antes que ningún otro diseñador, que los objetos cotidianos podían contarnos una historia que hablara de nosotros mismos a un nivel profundo. Esas idea, luego vaciadas de sentido por el marketing y la publicidad, se reflejaban en la Valentine: no era sólo una máquina de escribir, un producto de mercado que cumplía más o menos eficientemente con una función práctica. Era, como el propio Sottsass mencionaba en una entrevista publicada en la revista Abitare de julio/agosto de 1969 “una máquina anti máquina”, pensada “para ser usada en cualquier lugar excepto en la oficina” y que no servía para “recordar las horas de trabajo monótono” sino que era “la compañía perfecta de los poetas aficionados en sus silenciosos domingos en el campo”.

Esas declaraciones no eran meras boutades: contenían decisiones de diseño. Para poder acompañarte al campo, la Valentine era una unidad con su caja contenedora, cuidadosamente diseñada. De hecho, en la parte posterior (la opuesta al teclado) se encontraba la manija que, una vez colocada la máquina dentro del contenedor y asegurado el conjunto con unos cierres elásticos, permitía el transporte de la misma. Si bien los casi 5,5 kg hacen incomprensible la portabilidad de la Valentine según los estándares actuales (lo que había llevado a Sottsass a proponer que la máquina sólo tuviera mayúsculas para reducir el peso y la complejidad de los mecanismos), hay fotos de época donde sus dueños escriben felices surcando el cielo en un vuelo de la Panam.

Y esto es lo que está escrito en la hoja puesta en la máquina, que no se llega a leer en la revista.

Cierto aspecto lúdico, que hacía al objeto algo deseable más allá de su función estaba presente en la Valentine. Esta estrategia sería retomada, décadas más tarde, por Alessi y Apple, por citar sólo dos casos relevantes. Sin embargo, en la citada entrevista en Abitare, Sottsass va más allá, al comentar que “la máquina parece un juguete poco pretencioso. Pero sólo parece. Porque en ella uno se da cuenta cómo un diseño comprometido, llevado adelante con la mente abierta pero rigurosamente, que se inicia a partir del conocimiento profundo de la tecnología y de cómo utilizarla resulta exitoso al transformar un objeto útil en un medio de expresión”. Tal vez la continua presencia de la Valentine en muestras y publicaciones, o, más humildemente, en blogs y ventas de eBay tenga que ver con esas palabras reveladoras, que nos permiten pensar que ciertas estrategias de diseño sobreviven a productos que han quedado perimidos desde lo tecnológico. O, tal vez, su vigencia tenga que ver con lo que pervive del diseñador en ella. Porque hablar de la Valentine no tiene sentido si no se habla de Sottsass. María Sánchez, que fue su colaboradora durante siete años en su estudio milanés, siempre recuerda su extraordinaria “pasión por la realidad”. Ricardo Blanco, que me avisó dónde estaba a la venta mi Valentine y que compartió charlas con Sottsass, también destaca su pulsión vital, su deseo de “ir siempre hacia otro lado” algo que la historia profesional de Sottsass deja claro cuando, a fines de 1980 y con 63 años, en vez de jubilarse revoluciona el diseño contemporáneo junto a un grupo de jóvenes discípulos con algo llamado Memphis.

El director del Design Museum de Londres, Deyan Sudjic, que eligió este marzo a la Valentine como su “diseño clásico” para el muy recomendable portal computerarts.com.uk, escribió en The Guardian el obituario cuando Sottsass muere el 31 de diciembre de 2007, a los 90 años. Allí, decía: “Vivimos en un mundo que celebra el arte, no contaminado por el menor atisbo de utilidad, muy por encima del ingenio del diseño que soporta la carga de la función. Eso crea una jerarquía cultural difícil de igualar. Quizás, el mayor logro de la larga y notable carrera de Sottsass es que tornó esa distinción irrelevante. No estaba interesado en hacer que las cosas se vendan porque se ven bonitas o seductoras o refinadas. Lo que quería era encontrar maneras de conferirle a los objetos cotidianos alguna clase de sentido. Buscaba demostrar que no son sólo parte de esta banal confusión, sino que nacen gracias a una inteligencia creativa que comprende tanto la forma en que se utilizan, y cómo se producen”. Ese es el legado de Sottsass, y de la Valentine.