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Textos

Aquí acopio textos que fui escribiendo para diferentes ocasiones. La mayoría fueron publicados, aunque con algunas diferencias. Acá están en la mejor versión de los mismos. 

El ingenio como vehículo de la identidad del diseño argentino.

Pablo Bianchi

Este texto forma parte del libro “Hecho en Argentina: Reflexiones en torno a las identidades del diseño industrial local” , compilado por Marco Sanguinetti y por mi, y que será editado por la editorial de la Universidad Nacional de Rafaela
(UNRaf) en breve. 

Esta versión online me permite sumar imágenes que sirven para ampliar la comprensión del texto a partir de visualizar los casos que se citan en el mismo. Esos casos pueden verse aqui
 

1) El diseño industrial (o diseño de productos, para usar una terminología más adecuada y contemporánea) posee una extensa historia en la Argentina. Ese diseño[1] es una realidad concreta, corroborada por un cúmulo de proyectos y de profesionales que, trabajando ayer y hoy, dan prueba fehaciente de ello. Desde el seminal BKF (el asiento diseñado por tres integrantes del Grupo Austral: Antonio Bonet Castellana, Juan Kurchan y Jorge Ferrari Hardoy en 1938) hasta la pulverizadora PLA MAP 3 (una máquina agrícola de gran porte con la que BCK[2] ganó el Red Dot Award[3] de 2017) ha pasado mucha agua bajo el puente. Podemos, entonces, decir que en nuestro país se hace diseño. Sin embargo, en ámbitos profesionales y académicos, en la prensa especializada y en los centros de investigación, entre los estudiantes y en el público interesado suele surgir, reiteradamente, una pregunta: ¿existe un Diseño Argentino? Y si es así: ¿dónde se encuentra su identidad?

En principio, si es que existe, esa identidad debería verse reflejada en los objetos. Entonces, tenemos que bucear en la producción de los profesionales locales, tanto histórica como reciente. En ese profundo mar de posibilidades nos encontramos con propuestas muy diversas. Tan diversas que si intentáramos decodificar un ”estilo” a partir de la forma, no podríamos hacerlo. Es lo que sí sucede, por ejemplo, en el diseño escandinavo, donde el reconocimiento de su identidad surge por el uso reiterado de estilemas, es decir, rasgos formales y materiales que, por reconocibles, ya son un estilo que lo define.

Ahora, ¿por qué es recurrente esa pregunta inicial? ¿Qué es lo que se percibe detrás? ¿Cuál es el valor de la identidad? Tal vez la respuesta cobre sentido si pensamos que hoy los objetos se desplazan en este contexto cultural globalizado donde las identidades locales se homogenizan hasta casi desaparecer. Por lo tanto, hacer foco en nuestras singularidades culturales es una estrategia factible de posicionamiento y supervivencia, uno de los últimos bastiones de resistencia de las producciones locales. Porque, paradójicamente, las mismas pueden ser posicionadas globalmente en función de su identidad, siempre que estén ligadas a un genius loci [4] específico. Allí resurge con inesperado valor lo local.

Entonces, si la identidad es valiosa pero, en el caso de nuestro diseño, no está establecida ni es reconocible… ¿estamos en problemas? ¿Es posible construirla? ¿Nos olvidamos de ella y seguimos trabajando como hasta ahora? ¿O la identidad está en otro lado?

 

2) Los productos de diseño argentino, como hijos dispersos de una gran familia ensamblada cuyos rasgos disímiles impiden reconocerlos como hermanos, carecen de identidad formal. Pero, como a veces ocurre en esas familias, hay situaciones subyacentes que las reúnen e identifican, incluso más fuertemente. Una identidad que surge de modos de hacer. Una identidad basada en los procesos, en el enfoque, metodológica. Ese rasgo identitario es el ingenio.

El ingenio es la característica que mejor define las prácticas con las que el diseño industrial argentino logró posicionarse, incluso desde sus inicios. En este caso, nos referimos especialmente a ese ingenio paradigmático con el cual los procesos tecnológicos disponibles son utilizados y resignificados por el colectivo de diseñadores industriales, enfrentándose así a las consuetudinarias dificultades del sistema productivo nacional. Esos procesos de fabricación forman parte del “detrás de la escena” de absolutamente todos los productos, desde el sencillo y ubicuo vaso a la compleja y especializada máquina de medicina nuclear. Podemos vincular esa búsqueda con ese concepto de innovación frugal, basado en la improvisación y en el uso de recursos escasos que en la India se define con el vocablo hindi jugaad. O también, más cerca en el espacio, con la acepción benevolente y vital (pero despojada de las  percepciones negativas vinculadas a la corrupción) del termino brasileño jeitinho, que valora la capacidad de encontrar siempre una forma, en general improvisada pero creativa, para solucionar una situación problemática. Tal vez los conceptos mencionados nos recuerden a nuestra versión de los mismos, el paradigmático “lo atamos con alambre”, y se vinculen con todas esas ingeniosas estrategias de supervivencia con las que los pueblos menos favorecidos han intentado mejorar su cotidianeidad durante toda la historia de la humanidad. Pero el diseño argentino no se conforma con ser resiliente, frugal o adecuado. No. Busca ir más allá. Y esta  búsqueda no pasa solamente por resolver el objeto de manera correcta utilizando las tecnologías adecuadas o los recursos disponibles. El diseño utiliza estos recursos materiales empleando estrategias proyectuales basadas en su fuerte optimización; sin que las dificultades con las que se enfrenta impidan lograr resoluciones formales y funcionales interesantes, refinadas y contemporáneas. Quiere, con eso, trascender las limitaciones que impone un contexto tecnológico poco desarrollado, para lograr, por ejemplo, que una módica carcasa de plástico, termoformado en molde hembra, pueda reemplazar a una de inyección sin que eso sea siquiera percibido. Para recurrir a otra frase hecha del imaginario nacional, el diseño local busca que, si hay miseria, la misma no se note en el producto. Como sucede en otras expresiones de las industrias culturales locales (pienso en el cine o en el rock nacionales) las carencias del contexto no son excusas para una respuesta meramente humilde. Probablemente Artaud, el emblemático disco que Luis Alberto Spinetta firmó en 1973 (y cuyo packaging inaudito, fruto del ingenio de Juan O. Gatti, es otro de los íconos del diseño local) podría estar mejor grabado. Pero Spinetta no se detuvo ante las (im)posibilidades técnicas del contexto, que sólo podrían brindarnos un producto mediocre. Su ingenio y su talento le permitieron atravesar esas carencias sin que las mismas contaminaran al proyecto, generando una obra impar.

En el campo específico del diseño industrial, uno de los referentes de la disciplina como es Hugo Legaria, menciona que el “eclecticismo tecnológico”[5] es uno de los vectores estratégicos de su trabajo. La frase, elegante y precisa como los productos que el estudio de Legaria diseña, oculta que trabajar como diseñador industrial aquí implica un esfuerzo y talento mayor, para hacerle frente a las ya mencionadas restricciones del contexto (bajas series, escasa inversión en matricería, procesos productivos acotados…) que se enfrentan a la necesidad de que el producto cuente con una imagen y una funcionalidad impecables. Es allí donde Legaria (como emergente de la identidad que buscamos precisar) transforma, cual alquimista munido de una piedra filosofal compuesta de ingenio y compromiso profesional, piezas hechas con tecnologías diversas y en algunos casos casi perimidas (termoformados, resina colada, fundiciones…) en productos de excelente diseño.

Es por eso que el diseño argentino, como Spinetta (o Legaria), redobla la apuesta. No se resigna a las dificultades que nos circundan. Probablemente esté allí el germen de una posible identidad del diseño nacional que emparenta a proyectos tan diversos. Una identidad que no está basada en imágenes o en soluciones estéticas homogéneas, sino en modos de abordar el proyecto que recuperan aquello que subyace en el inconsciente colectivo nacional y que indica que es posible hacer mucho con pocos recursos, si se manejan inteligentemente las restricciones que se presentan y se intensifican las posibilidades con que se cuenta, sin declamaciones ni excusas sobre las carencias del contexto.

 

3) Ahora, ¿de qué hablamos cuando hablamos de ingenio? Podemos entenderlo, desde la heurística, como un modo de pensar que permite generar procesos, productos o conductas relevantes ante una situación donde el conocimiento adquirido no es suficiente. Las acepciones del término para la Real Academia Española también son reveladoras: el ingenio es “industria, maña y artificio de alguien para conseguir lo que desea”. Aguzar el ingenio implica “aplicar atentamente la inteligencia para salir de una dificultad”. Estas definiciones nos llevan a imaginar situaciones plenas de obstáculos y de incertidumbre. Es interesante percibir que el ingenio es el medio utilizado para atravesar dichas situaciones. Estas definiciones de diccionario parecen, casi, una descripción de las circunstancias con las cuales el diseño argentino ha tenido que lidiar durante su historia, y de sus herramientas para enfrentarlas.

En paralelo surge otro análisis. Estas estrategias proyectuales ingeniosas, que buscan racionalizar el uso de los recursos materiales disponibles, podrían ser definidas, si las analizamos desde una perspectiva actual, como sustentables. Especialmente si entendemos que “sustentables” son aquellos proyectos que responden a lo que suelo denominar Postdiseño[6]. Este concepto busca visibilizar, entender, aplicar y desarrollar un cúmulo de prácticas proyectuales que proponen caminos alternativos, esos renovados modos de hacer que consideran de manera amplia y a la vez profunda las complejas interrelaciones que atraviesan al nuevo paradigma de la sustentabilidad. Fundamentalmente, el  Postdiseño pretende repensar los objetos y la manera en que se los aborda, a partir de diseñarlos en función de su valor social, su valor ambiental y su valor cultural, incorporando, simultáneamente, estas variables.

Podríamos decir, entonces, que el diseño local integró tempranamente a su caja de herramientas proyectuales enfoques efectivos sobre al desarrollo sustentable, aplicándolos de manera imperceptible, casi sin darse cuenta, o al menos sin declamarlo. Aunque, si nos detenemos a ver más de cerca la trama del tejido podríamos percibir que en un entorno socioeconómico restrictivo donde el desarrollo de cada producto implica inexorablemente manejar recursos escasos, se debe hacer uso del ingenio para maximizar los recursos disponibles y poder así concretar el producto. Cada hilo del tejido cuenta. Esa práctica es eminentemente sustentable. Eso, también, es Postdiseño, y confirma el carácter anticipatorio de muchas de las prácticas desarrolladas por nuestro diseño .

 

4) Todo lo antedicho carecería de valor si no nos servimos de casos concretos[7] que nos confirmen esta historia. Veamos entonces de qué manera esas estrategias se reflejan en los productos, enfocándonos en algunos aspectos puntuales.

En principio, podemos centrarnos en la matricería. Los moldes o matrices son necesarios para poder reproducir un producto fabricado en serie, tanto si nos referimos a complejas carcasas de plástico inyectado como a humildes piezas de fundición de aluminio. También, la matricería es parte sustancial de las inversiones necesarias para poner en producción a un objeto. E involucran un importante consumo de energía y materiales: por allí se tramitan las huellas de carbono e hídricas referidas a la puesta en marcha del proyecto. Es por ellos que conocer la manera en que el diseño argentino se relaciona con este concepto nos puede dar pistas sobre estas estrategias ingeniosas.

Podríamos pensar que la matriz es específica de un producto, diseñada con precisión para cumplir con las condiciones funcionales del mismo. No siempre es así si sobrevuela el ingenio: tanto la linterna “Pop”, diseñada por Hugo Kogan para Eveready Argentina en 1986; como las mesas bajas “Pluviales”, diseñadas por Federico Churba[8] en 2011, hacen uso de matrices preexistentes. En las mesas, se utilizan piezas repujadas. Aquí, las combinaciones de diámetros corresponden a la correcta lectura de las posibilidades de las matrices disponibles, probablemente de ollas o paelleras, encontradas por Churba en el depósito de su proveedor. Sin embargo, el refinamiento percibido en el producto, y la extraordinaria calidad de la terminación superficial (fruto también de unos ingeniosos dispositivos desarrollados para el pintado de las piezas) no permite presuponer el prosaico origen de la morfología. En el caso de la linterna, el uso de la matriz existente, modificada a partir de una destinada originalmente a fabricar tubos de aluminio para envases de espuma de afeitar, permite concentrar en la cabeza de la linterna toda la compleja resolución técnica del producto, minimizando, además, la cantidad de partes y mejorando el armado del producto a la vez que se reducen de los costos y el impacto ambiental, al transformar una pieza descartable (el cuerpo de aluminio) en una que perdura. Inteligencia proyectual en estado puro.

En otras ocasiones, la matriz se destina a fabricar una pieza que, repetida, permite configurar al producto. El uso de una misma pieza que se repite permite minimizar los costos de matricería (una matriz pequeña es, en general, más económica que una grande) y amortizar la misma más rápidamente. También, la reducción del tamaño de la matriz implica nuevamente menos material y energía, y por ende, un menor impacto ambiental. Se logra, a la vez, un producto más flexible, al que se le confiere nuevas posibilidades formales. Eso sucede en proyectos muy diversos, separados tanto por el tiempo como por la complejidad y la tipología. Vayan dos ejemplos. En el sillón “Skell”[9], diseñado por Ricardo Blanco en 1975 para la empresa Indumar, el producto, un sillón de un cuerpo fabricado en madera multilaminada, presenta una serie de bandas o fajas curvadas que, dispuestas rítmicamente, remiten a la idea de esqueleto que origina el nombre del producto. Esas bandas generan una morfología compleja y de buena ergonomía, que aparenta ingeniosamente ser de doble curvatura. Pero lo que nos interesa especialmente es la solución tecnológica: Blanco utiliza un único molde para el curvado de la madera, que es el que genera cada una de las “fajas” que luego se vinculan en distintas posiciones con los laterales planos, resolviendo así el producto.  Un criterio análogo aparece en la lámpara “Picodulce”, que diseñé junto a Hernán Stehle en 2004 para Tónico Objetos. Aquí, la reducción del tamaño del molde permite generar piezas independientes, fabricadas en resina poliéster colada por gravedad, que se superponen apilándose. Esto posibilita componer cromáticamente a la lámpara, combinando a voluntad los colores de cada pieza, algo que hubiera sido imposible utilizado un único molde del tamaño total de la pantalla.

En otros casos se utilizan, directamente, piezas ya existentes para generar un producto nuevo. A esa estrategia, que denominamos refuncionalización, apela el especiero “Especias”, diseñado por Mariano Wainztein en 2000. Este caso es paradigmático por su agudeza. Aquí, los contenedores transparentes son preformas de PET, la pieza plástica base a partir de la cual se fabrican las botellas descartables de gaseosa o agua. El uso de las preformas es una decisión tomada, como venimos mencionando, sin el ánimo de hacer visible esta operatoria como un caso de diseño sustentable, sino como una ingeniosa estrategia para subvertir la imposibilidad económica de generar un contenedor desde cero. Estas piezas preexistentes, fabricadas por inyección, le permitieron al diseñador / productor contar con contenedores transparentes de buena calidad visual, con un extremo roscado que permite resolver con precisión el cierre a un costo bajísimo y sin invertir absolutamente nada en matricería, haciendo sustentable económicamente al proyecto. Con matices, esta estrategia se repite de manera frecuente, desde el trabajo consecuente de Alejandro Sarmiento hasta la irrupción en los últimos años de proyectos que toman la refuncionalización de objetos y materiales como una práctica sustentable especialmente relevante hoy, donde el uso racional de los recursos disponibles es una obligación para todos los diseñadores de productos.

Pero si hablamos de estrategias ingeniosas de proyecto, y de cómo ellas las mismas pueden transformarse en vehículo de la identidad de nuestro diseño, es inevitable citar el caso del banco Brancusi, diseñado por Carlos Gronda y Arturo de Tezanos Pinto en 2005 para Usos, el proyecto que compartieron y con el que buscaron posicionar desde San Salvador de Jujuy el genius loci de su región. El banco (o mejor dicho, los bancos, ya que eran un conjunto variopinto de bancos individuales de dimensiones y alturas diferentes) estaba producido con una materia prima de su Jujuy natal, la madera de palta, una madera dura que, por sus rajaduras, poco serviría para la producción de muebles. De hecho, su destino habitual es poco enaltecedor: suele usarse como leña. Entonces, es en el análisis de la dificultad en donde surge la oportunidad para el ingenio que transforma un problema en una solución superadora: el interior de las rajaduras está pintado de colores muy vivos (rojos, azules, turquesas…) que ponen en primer plano la falla del material, su imperfección, para transformarla en un valor que le da calidad de pieza única a cada producto.

Los productos mencionados y sus ingeniosas estrategias proyectuales son meros emergentes de una estructura rizomática que une subterráneamente a los productos de diseño argentino emparentando así a sus autores, que se descubren parte de una misma genética a partir de decodificar un ADN común. Cada uno de los diseñadores de esos productos (y los miles que se están formando hoy en decenas de universidades del todo el país), continúan con ese viaje, donde el ingenio es el motor que lleva al diseño argentino a recorrer territorios en los que, seguro, todavía quedan muchos lugares para la sorpresa.

 

[1] Al diseño industrial, de productos o de objetos es al que nos referiremos durante todo este texto. El termino diseño, entonces, se aplicará a este recorte disciplinar, salvo aclaración.

[2] BCK (http://www.bck-id.com/) es una consultora en diseño e innovación liderada por los diseñadores industriales Javier Bertani, Ezequiel Castro, y Vera Kade. No puedo dejar de mencionar la similitud de la sigla con la de los autores del BKF.

[3] El Red Dot Award es uno de los premios de diseño de producto más importantes del mundo. Se otorgan anualmente en Alemania. https://www.red-dot.org/

[4] Genius loci es una alocución latina que podría traducirse libremente como el “espíritu del lugar”

[5] Frase relevada en una entrevista personal. Legaria suele utilizar ese concepto en las presentaciones que hace de su trabajo en ámbitos profesionales y académicos.

[6] Para ampliar este concepto, que vengo trabajando desde hace varios años y sobre el que he brindado talleres y conferencias, se puede recurrir a este artículo. Bianchi, Pablo. “Postdiseño: Estrategias de proyecto para la sustentabilidad”, ponencia publicada en el libro de resúmenes del X Encuentro Latinoamericano de Diseño, realizado en Julio de 2015 en la Universidad de Palermo, Buenos Aires. Actas de Diseño, volumen 20. Buenos Aires: Universidad de Palermo, 2016. p. 74. ISSN 1850-2032.

[7] Para poder ver imágenes de los productos que menciono en este punto, sugiero visitar este link. 

[8] En ambos casos, las consideraciones sobre la concepción del producto surgen de charlas personales que he mantenido con los autores de los mismos.

[9] Para profundizar la historia del Skell, pueden recurrir a un pequeño texto que escribí en 2012. Bianchi, Pablo “Sillón Skell” en revista 1:100, Buenos Aires, No 40, octubre de 2012, p. 74 y 75.

El consumo es una droga

Pablo Bianchi

Este es la "columna de opinión" que escribí para la nota que, con edición y texto de Esteban Magnani, se publicó en el número de abril de 2014 de la revista Caras y Caretas. Pueden ver la nota completa (que además incluye una entrevista a Walter Pengue, especialista en economía ecológica) aquí. El texto de abajo es el mismo que está en la revista, con algunos links más que suman a que la idea se entienda mejor (cosa que el papel todavía te impide).


Hay cosas que no se discuten. Hace un par de siglos el rey era hijo del anterior y todos creían que siempre sería así. Pero, repentinamente, el hambre entre otras cosas, trajo la Revolución Francesa. Algo similar ocurre hoy con el modo de producción capitalista que se promete eterno y tan inevitable como la ley de gravedad. Podríamos decir, parafraseando al filósofo esloveno Slavoj Zizek, que la lógica del capitalismo está tan internalizada en nuestra cultura que podemos imaginar una hecatombe ecológica global, pero no una alternativa superadora del sistema económico imperante. Por eso, hay preguntas que no nos hacemos. ¿Por qué hay salarios mínimos, pero no máximos? ¿Por qué algunos delitos contra la propiedad tienen las mismas penas que ciertos homicidios? ¿Por qué el hambre es moneda corriente cuando potencialmente existen alimentos para satisfacer las necesidades de todos?

En esta confusión, la cuestión ambiental ha puesto en crisis este dogma, sacando de las sombras algunas de sus oscuras paradojas. Especialmente la central, aquella que se esconde bajo la creencia de que la economía, basada en la lógica de consumo, debe crecer a perpetuidad. Pero desgraciadamente, no es posible el crecimiento ininterrumpido en un sistema cerrado. Y la Tierra lo es. Por ende, la idea del desarrollo o crecimiento sustentable es casi un oxímoron.

Ilustración de Jung!

Ilustración de Jung!

Para los individuos, quedar afuera del festival del consumo es caer junto a los marginados, los pobres, los desclasados. De hecho, salir de la indignidad de la pobreza implica ingresar en la órbita del consumo. En ella, se desplazan los objetos. Autos, teléfonos celulares, gatos de la suerte a pilas que mueven rítmicamente su brazo plástico y vinchas de Violetta se confunden en el maremágnum de cosas que nos rodean. Vivimos en un ecosistema objetual donde parecemos ser nosotros la única naturaleza al alcance de la vista. Sin embargo, no deberíamos olvidar que los objetos, paradójicamente, nos hacen humanos. Cuando el primate comprende que el palo puede transformarse en herramienta se abre un camino que termina (por ahora) en el tomógrafo, las prótesis biónicas y el Voyager saliendo del sistema solar.

Ingresar en ese ecosistema de bienestar tiene su lado oscuro: el confort es una droga que genera una adicción de la cual no hay desintoxicación posible. Pero además, esta dependencia tiene un costo colectivo que nosotros, los favorecidos que tenemos más de un par de zapatos y agua caliente, nunca pagamos: el de la desigualdad. Por cada app que yo bajo de internet para mi smartphone hay un ser humano que trabaja en condiciones miserables en una mina de coltán. Como si un doppelgänger desangelado pagara por los excesos de mi vida repleta de cosas.

Los objetos no son sólo lo que vemos. Incorporan en sí mismos deudas sociales, pero también ambientales. Un ejemplo de esos consumos virtuales ocultos es el de la huella hídrica: para producir cada kilo del aluminio con que está fabricada la carcasa de la computadora con la que escribo, fueron necesarios aproximadamente 100 mil litros de agua. Estos costos ambientales se magnifican cuando percibimos que muchos productos duran poco tiempo, reduciendo la eficiencia de su ciclo de vida. Por caso, el tiempo de uso promedio de un teléfono celular en EE.UU. es de sólo 18 meses. La obsolescencia programada nos obliga a desechar cosas que deberían ser útiles durante mucho tiempo más. Y, por supuesto, muchos recursos se dilapidan produciendo objetos tan ajenos al bien común como un avión privado o un palo de golf con diamantes incrustados. En el cercano futuro de la escasez de recursos, decidir qué producir o qué dejar de producir será central. Cada uno de los nuevos objetos que llegue al mundo deberá ser realmente necesario. Y también eficiente, durable, reparable, construido con componentes que puedan ser refuncionalizados. Serán productos de los cuales nos apropiemos a partir de valorarlos culturalmente. Los objetos, pensados entonces para mejorar la vida de la gente y no sólo en función del lucro continuarán acompañándonos en la búsqueda de un mundo más humano, ahora para todos. 

Dante Tisi o el refinamiento de lo invisible

Pablo Bianchi

Esta nota (editada por Florencia Medina, con fotos de Javier Rojas) se publicó en el tercer especial de Plot sobre Detalles Constructivos (aunque me gusta más el subtítulo de esta serie: "Mapa tecnológico inconcluso"). El texto cuenta el extraordinario caso de DAMTSA, la empresa que, desde Tristán Suarez, fabrica componentes metálicos para obras de Rem Koolhass, Rafael Viñoly o Renzo Piano. ¡Sí! Desde Tristán Suarez, provincia de Buenos Aires, Argentina...

Consumo: los autos nos están pisando y no nos damos cuenta

Pablo Bianchi

El problema de la "sustentabilidad" es muy complejo. Pero tal vez pueda ser explicado con una sola palabra: consumo. Los extravagantes niveles de consumo con los que las economías del sistema capitalista nos seducen son insostenibles y ocultan una brutal desigualdad. Y el auto es, en varios sentidos, un reflejo de esto.

De estas (y algunas otras) reflexiones post asado dominguero con Esteban Magnani surge este texto, cuya publicación original, en El Puercoespin, está acá


¿Quién detiene una fiesta avisando que mañana cundirá la resaca mientras la gente baila y queda alcohol en la heladera? El aguafiestas que lo haga sufrirá el escarnio público, pero difícilmente logre su objetivo. Algo así es lo que ocurre en la fiesta de consumo que vive una parte del planeta y que, en el mejor de los casos, invita al resto a sumarse. La resaca llegará, inevitablemente, pero mientras tanto… ¡bailemos!

Probablemente la principal dificultad para detener la fiesta es que buena parte de las consecuencias de nuestro accionar está oculta bajo capas y capas de conductas cotidianas, ritos culturales que transforman situaciones tan obvias e incuestionables como la salida del sol. Veamos algunas.

La misma agua que bebemos y que cuesta enormes cantidades de energía potabilizar, se usa para transportar nuestras heces por las cloacas. Ponemos aires acondicionados que, según las leyes de la termodinámica, generan más calor que frío; claro, el frío para adentro y el calor para afuera, lo que aumenta aún más la temperatura en la urbe, por lo que necesitamos más aire acondicionado por lo que… Eso sin contar las centrales termoeléctricas que le dan la energía a los aires acondicionados y los viajes que debemos hacer para descansar de este infierno de cemento. ¿Cómo vivían los veranos nuestros abuelos? ¿Las patas en la palangana? Pero por favor, si un aire acondicionado es taaaaan barato y hoy en día hay que ser muy ratón para no tener uno. Además solo vamos a usarlo un par de días por año….

Pero en materia de ineficiencias aceptadas por el sentido común burgués moderno, sin duda el podio es para el automóvil. Es que, aunque ya nadie lo note, se moviliza cerca de una tonelada de hierro para transportar, como mucho, un par de cientos de kilos de carne humana viva. Esta insólita y brutal ineficiencia es la base de una de las bromas más macabras del desarrollo tecnológico. Los autos son una pésima idea si el objetivo es transportar gente. Para colmo esa pésima idea está en cada rincón del planeta. Solo se los puede explicar en un contexto histórico particular y con una visión acerca de lo que es razonable retorcida por años de capitalismo.

Los primeros autos se produjeron a fines del siglo XIX. La mecánica prometía por entonces llevar a la humanidad hasta el paraíso tecnológico en el cual todo esfuerzo humano sería prescindible. Como utopía era por demás deseable: la historia de la humanidad (al menos de la inmensa mayoría) es la del esfuerzo físico, el frío, las distancias, el trabajo de muy poca productividad que apenas permite la supervivencia. Las máquinas, su potencia, su incapacidad para conocer el cansancio acunarían a la humanidad para permitirle, finalmente, descansar como especie. Lo que no sabían quienes creían en esa utopía es que la factura se acumulaba en algún lado y que la satisfacción nunca llega. Pese a la brutal incorrección política que conlleva, la calidad de vida de una persona en una villa, por el solo hecho de tener una canilla con agua potable, ya es superior a la de la inmensa mayoría de las personas que habitaron este planeta. Ya decía Marx: la satisfacción de necesidades genera nuevas necesidades y la sociedad moderna se ha vuelto profesional en la materia.

La otra cuestión necesaria para que los autos se hicieran realidad se explica por la potencia del petróleo que, procesado, permite combustibles de un poder extraordinario: un par de litros pueden mover toneladas por kilómetros. Nada se compara a esta eficiencia. Si viéramos que una vecina lleva todos los días una carretilla de hierro para cargar un par de kilos de tomates la daríamos por loca. Pero, vale la pena repetirlo, cuando alguien mueve una tonelada de hierro para transportarse nos parece normal. Para peor, el combustible que se usa es producto de millones de años de un arduo proceso químico que permitió condensar toneladas de materia orgánica en energía hiperconcentrada. En un par de generaciones terminaremos con él.

Pero qué bien se vive mientras tanto.

La glotonería por el petróleo es una de las taras centrales de los autos. Por un lado está el problema medioambiental de liberar ingentes cantidades de carbono a la atmósfera, donde se une al oxígeno para formar CO2 con resultados conocidos. Por el otro, que la humanidad parece ciega a la evidencia de que está agotando la forma más eficiente de energía con la que cuenta para que los humanos paseen (repetimos) su tonelada de hierro (eso si no están en un embotellamiento, momento en el que la estupidez de la especie se expresa en toda su plenitud, sobre todo cuando se ensanchan autopistas para que sea más la gente que se embotella al mismo tiempo). Para colmo, las ciudades están diseñadas para los autos. En urbes como París, Nueva York o San Pablo, cerca del 25% de su superficie está destinada a ellos, con sus kilómetros de asfalto que se arrojan sobre la calidad de vida urbana sólo para que la gente mantenga una actividad que resulta demencial.

Y si queremos seguir con la listita de la irracionalidad automotriz es necesario citar que los accidentes de tránsito son la primera causa mundial de muerte entre jóvenes de 15 a 29 años. La potencia del petróleo es enorme,  y podría seguramente utilizarse para tareas más nobles. Pero no es para eso para lo que se la usa.

Hay quienes argumentan que los autos son cada vez más eficientes en su relación combustible/km. recorrido, y los híbridos ganan cada vez más espacio en el mercado. Por ejemplo, la casi totalidad de fabricantes de autos coincide sospechosamente en que el futuro de la movilidad humana pasa por vehículos equipados por motores que reduzcan el consumo de combustibles fósiles, no por las bicicletas o los trenes. Sin embargo, no se menciona una paradoja central: que la producción misma de autos genera una huella de carbono de una magnitud similar a la que provendrá de su caño de escape. Hoy día, un auto es la complejísima interacción de múltiples sistemas, muchos de ellos destinados al confort de, habitualmente, un único pasajero. El índice de ocupantes de autos que ingresan a Buenos Aires por autopistas es 1,3. Y ese auto es mucho más que cuatro ruedas y un motor: un auto moderno tiene, literalmente, decenas de miles de piezas, un par de cientos de metros de cables, y decenas de motores eléctricos, sensores y circuitos electrónicos, destinados a funciones tan superfluas como calefaccionar los asientos o encender automáticamente el limpiaparabrisas cuando comienza a llover. Por ende, cuanto más caro, grande y complejo es el coche, más ineficiente resulta en términos ambientales, especialmente por el costo ecológico de su producción.

La tecnología nos provee de esa droga poderosa para la que no hay desintoxicación posible: el confort. Una vez que probamos, por ejemplo, la dirección asistida o el cierre centralizado de nuestros autos, sentimos que no podemos vivir sin ellos. Y no hay vuelta atrás. Por ello el problema de la sustentabilidad es, en ocasiones como esta, una batalla cultural que nos obliga a entender estas otras implicancias ocultas en los productos que consumimos. Es decir: es una batalla perdida, aunque con un poco de voluntarismo podemos creer que algunos intentos aislados del primer mundo (sí, el que más contamina) pueden servir para detener el proceso.

Esta diatriba resulta, sin duda, exótica, una de esas culpas irresolubles que los progresistas nos autoinfligimos. Los autos son el sueño de buena parte de la sociedad. Son, posiblemente, uno de los objetos más valorados como fuente de estatus y también de comodidad. Son parte de la vida cotidiana, de las obviedades que ya ni se perciben, como los camellos en el Corán de los que habla Borges. Suponer que en el mediano plazo dejarán de existir es de un voluntarismo ecológico irracional. Para que su ineficiencia pueda visualizarse realmente en toda su magnitud sería necesario un cambio de paradigma económico, social y político muy profundo. Sería necesario que la gente pudiera percibir que no es lo más natural del mundo transportarse a cientos de kilómetros para sumar experiencias subjetivas durante las vacaciones. A lo largo de casi toda la historia de la humanidad, la inmensa mayoría de las personas se movía en un radio de unos pocos kilómetros. Ni hablar del hombre primitivo que necesitó generaciones y miles de años para llegar a todos los continentes. Más cerca en el tiempo, únicamente soldados, comerciantes, marineros y pocos más pudieron conocer algo allende los alrededores de su lugar de nacimiento. Sin embargo, un mundo en el que el desplazamiento sea limitado a lo que podemos conseguir por medio de la tracción a sangre, nos daría claustrofobia.

En un libro llamado “Cómo los ricos destruyen el planeta”, su autor, el periodista francés Herve Kempf plantea la razonable hipótesis de que el sobreconsumo (en ocasiones escandaloso) de aquellos más favorecidos genera un impacto negativo sobre el medioambiente del que no se responsabilizan. En el caso de los autos, eso está claro: un señor conduciendo en soledad su 4×4 comete un atentado ambiental. Pero la responsabilidad de los ricos se amplía al campo cultural: citando al economista Thorstein Vleben y su “Teoría de la clase ociosa”, Kempf sugiere que la conducta de despilfarro de las clases pudientes genera un intento de emulación por parte de las clases más bajas, impulsando así el consumo en esta. Ya Marx lo decía hace tiempo. Ser pobre es mucho más ecológico, aún si se cocina con bosta de vaca o se queman bosques nativos para plantar porotos, pero nadie quiere serlo. El capitalismo se ha quedado con nuestro deseo y, a través de él, con nuestra energía cotidiana.

Y aquí surge una nueva paradoja: si acordamos en que uno de los cambios sociales más alentadores de las últimas décadas es el ascenso social de amplias masas de desposeídos de China, Brasil o la India, que comienzan a engrosar las clases medias de esos países, ¿qué pasará cuando cada una de estas familias quiera acceder a su primer auto? ¿Por qué impedirles a ellos gozar de una insignificante parte de aquello que los ricos vienen haciendo desde hace siglos? ¿Vamos a transferirle la responsabilidad? La situación recuerda a los europeos cuando critican a los brasileños que queman el Amazonas para alimentarse, ajenos a que se fumaron todos los bosques de su continente para desarrollarse.

Y el día que los chinos comiencen a usar pañales descartables, el fin del mundo estará al alcance de la mano.

En 1996, William Rees y Mathis Wackernagel publican su hoy clásico “Nuestra huella ecológica: reduciendo el impacto sobre la Tierra”. La Huella Ecológica es allí definida como el “área de tierra y agua necesaria para mantener indefinidamente el estándar de vida material de una determinada población humana, utilizando la tecnología predominante” medida en hectáreas por habitante. Lo interesante de este concepto es que vincula los recursos disponibles a las posibilidades de desarrollo humano. Por ende, si todo el planeta consumiera como EE.UU., primero en el podio por lejos, serían necesarios 5 planetas como la Tierra para satisfacer esa voracidad por los recursos. Por eso, la idea de un desarrollo que permitiera a todos ser tan ricos como las sociedades del primer mundo es inviable, a menos que se logre clonar la Tierra un par de veces.

Es natural pensar que, dentro del capitalismo, una economía que no crece se encuentra en problemas. Sin embargo, es otra creencia ilógica creer que un auto es el mejor medio de transporte que pudimos crear. No puede haber crecimiento perpetuo en un sistema cerrado. Y la Tierra lo es. Por lo tanto, tal vez la respuesta pasa por buscar alternativas al capitalismo, descripto alguna vez como “una bicicleta que avanza hacia el precipicio: si se detiene se cae, si avanza se desploma”. Nadie se anima a decirlo, salvo el Pepe Mujica al que tan buena prensa hacen los medios por ser pobre y bueno, pero inofensivo. Tal vez sea la hora de aceptar que nos hemos malacostumbrado y que estamos dispuestos a derrochar el planeta en un puñado de generaciones– y que los que vengan detrás paguen la cuenta. Es muy difícil parar la fiesta cuando el champagne, o el petróleo, corre sin costos visibles.


Esteban Magnani es periodista y profesor de la Universidad de Buenos Aires. Es autor de “El cambio silencioso” (elcambiosilencioso.com.ar), varios libros sobre ciencia y la novela “Desde la revolución” (bajo licencia libre). Colabora en el diario Página/12 y otros medios de la Argentina. Actualmente es el columnista de tecnología de Visión 7, el noticiero de TV Pública. No tiene auto, pero a veces maneja el de su padre.

Pablo Bianchi es Diseñador industrial y profesor en la UBA y en la Universidad Nacional de Misiones. Ha dictado conferencias, workshops y publicado textos para diversas instituciones. Ha sido curador de, entre otras, la muestra del concurso Innovar, organizado por el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, del cual es evaluador. Productos suyos han sido publicados y expuestos en el país y en el exterior y forman parte de la colección permanente del MAMBA. Tiene un auto, pero chiquito.

Colaboró eficientemente la Lic. Eleonora Fernández.